La perspectiva de la iglesia, en la baja edad media, sobre la magia, fue la que dirimió qué era qué, definiendo lo peligroso, lo amenazador, lo que se debía evitar, lo que debía ser perseguido y castigado a pesar de que la población no lo entendiera.
La clasificación de magia para los intelectuales y teólogos medievales se definía principalmente del poder que ésta invocaba. Por un lado la magia natural, relacionada con cualquier fenómeno que pudiera ser atribuido a algún tipo de la fuerza natural oculta, por otro lado, si la fuente de cualquier acontecimiento tenía que ver con la intervención de demonios, era resultado de la magia demoníaca.
Esta división no es simple, y durante los primeros siglos del Cristianismo, ambas fueron vistas como peligrosas. Las obras de la Antigüedad, habían definido los poderes de la naturaleza y físicamente posible; el resto de las cosas caía en el dominio de la magia.
Los primeros escritores cristianos tendían a ver todas las formas de magia como algo relacionado con los demonios.
Taciano [c. 120-180], un teólogo cristiano del siglo segundo, rechaza todo tipo de magia en su obra Oratio ad Graecos (Discurso contra los Griegos). Para él las hierbas y los amuletos no tienen ningún poder en sí mismos; pero los demonios han inventado un objetivo para cada uno de ellos. Así como la gente inventó la escritura, los demonios han inventado este código para esclavizar la humanidad y alejar a la gente de Dios.
La adivinación también se lleva a cabo sólo con la ayuda de los demonios. Tanto para los cristianos como para la mayor parte de judíos los demonios eran ángeles que se habían vuelto contra su creador y hacia el mal. Pero Taciano es sólo uno entre muchos. Estos autores percibían la magia como una amenaza para las creencias cristianas, ya que ofrecía un poder alternativo que podía ser de ayuda frente a la adversidad.
Juan Crisóstomo [c. 347-407] predicaba contra las mujeres que recurrían a la magia cuando sus niños estaban enfermos en vez de usar medios cristianos. De hecho, tanto escritores paganos como cristianos atribuían la magia sobre todo a las mujeres.
Tertuliano [c. 160-225] aseguraba que las mujeres estaban más propensas hacia estas prácticas y que los demonios les enseñaban los poderes secretos de las hierbas, porque ellas eran más permeables al engaño de malos espíritus que los hombres. Los poderes mágicos estaban dentro de las hierbas y a través de los demonios las mujeres aprendían sobre ellos.
Agustín de Hipona [c. 354-430], escribió Civitas Dei (La Ciudad de Dios) en respuesta al argumento de que el Imperio romano había entrado en declive con la adopción del cristianismo. Según él la religión romana, basada en la nigromancia y otras artes mágicas, era la culpable de la caída del Imperio. Agustín insiste en que toda la magia es obra de los demonios. Estos malos espíritus primero enseñan a la gente cómo realizar los rituales mágicos que implican piedras mágicas, plantas, animales y encantamientos; cuando los magos usan estas cosas, los demonios aparecen y hacen el trabajo.
Esto no quiere decir que Agustín no reconozca ciertos poderes naturales maravillosos como las misteriosas cualidades del imán, y también concede que ciertas sustancias puedan curar a la gente enferma. Sin embargo, aun reconociendo la eficacia de la que más tarde sería llamada magia natural, Agustín seguía sospechando que los demonios estaban tras ella.
A medida que el cristianismo se volvió dominante, la magia cayó todavía más bajo sospecha, y la Iglesia no sólo predicaba contra la magia, sino que también aprobaba legislación eclesiástica contra ella. Las primeras formas de derecho canónico ya condenaban la magia. En el año 306, un sínodo en la ciudad hispana de Elvira decretaba que la gente que mataba mediante maleficium (hechicería) no debía recibir la comunión ni siquiera en su lecho de muerte, porque tales acciones siempre implicaban la invocación de mal.
En siglos anteriores, el Derecho romano castigaba sólo la magia perjudicial, pero después de la conversión de los emperadores al cristianismo todo tipo de magia se convirtió en una ofensa capital, y en el Código Teodosiano -que entró en vigor en 439- y en el Código Justiniano en 529 aparecen medidas severas contra ella. El declive de la autoridad central en Europa Occidental causó un inevitable cambio cultural. La lengua y literatura griegas fueron desapareciendo, y con la evolución de las lenguas vernáculas, el latín se convirtió lentamente en el privilegio de una élite clerical.
Nuevos mandatarios gobernaban Occidente y la primera tarea de la Iglesia era convertirlos a la fe cristiana y Católica. En el proceso, la fe en sí misma sufrió cambios a medida que el cristianismo medieval incorporó elementos de la cultura precristiana. Los clérigos todavía predicaban contra la magia, pero la adaptación a ciertos elementos de la cultura pagana fue común en la Alta Edad Media.
Los penitenciales, una especie de manual para confesores, constituyen una gran fuente para que los historiadores puedan rastrear las variedades de magia practicada en este primer período. Estos libros prescriben distintas penitencias para los que han realizado “conjuros diabólicos o adivinaciones” pero rechazan la creencia en que la magia puede perturbar el clima, influir en la mente de la gente, o despertar el amor y el odio, porque tales nociones infringirían la prerrogativa de Dios como creador.
Creer en tales cosas también implicaba penitencia, pero la mayor parte de la literatura penitencial se interesaba en lo que la gente hacía, no en lo que pensaban. Sin embargo, como veremos enseguida, esto estaba a punto de cambiar. En el siguiente vídeo veremos cómo el estatus de la magia natural mejoró de algún modo a partir del siglo XII gracias a la llegada de disciplinas como la astrología y la alquimia. Pero esta situación favorable fue bastante breve, y las obras de uno de los teólogos y filósofos medievales más influyentes de todos los tiempos, Tomás de Aquino, pronto fijarían la idea de que la magia estaba incuestionablemente relacionada con la intervención de malos espíritus.