La figura de Adolf Hitler es oscura y misteriosa aunque muchas veces salta la pregunta de por qué el odio a los judíos. Basta leer su libro, Mein Kampf, Mi Lucha – cosa que pocos hemos hecho – para ver el origen. Para criticar hay que saber y existen libros que, por más escozor que produzca leerlos, hay que hacerlo. Especialmente si es escrito por quien produjo tanto daño y destrucción en el mundo se debe entender qué tenía en la cabeza.
Hete aquí el capitulo 3 de “Mi Lucha” que se refiere específicamente a los judíos y sus claras expresiones hacia ellos.
Mi Lucha – El Judío, enemigo del género Humano
Contacto con los judíos. De la tolerancia al antijudaísmo
Me es hoy día muy difícil, casi imposible, decir en qué momento de mi vida el nombre de judío despertó en mí por primera vez una idea particular. No recuerdo haber oído pronunciar esta palabra en la casa paterna cuando mi padre vivía. Me parece que ese digno hombre habría considerado anticuados a los que hubieran pronunciado este nombre en cierto tono… En la escuela, nada me incitó a modificar las ideas que había adquirido en la casa. Sólo hacia la edad de catorce o quince años fue cuando, en la conversación, oí frecuentemente el nombre de judío, sobre todo si se trataba de política. Esas conversaciones me causaban una ligera repugnancia, y no podía menos de experimentar el sentimiento desagradable que nacía en mí cuando asistía a querellas sobre confesiones religiosas. En esa época, la cuestión no se me presentaba bajo otro aspecto. Veía, con certidumbre, a los judíos perseguidos a causa de sus creencias. Las conversaciones malévolas que oía acerca de ellos me inspiraban una antipatía que llegaba a veces casi hasta el horror. Así llegue a Viena. Asaltado por una multitud de sensaciones en el dominio de la arquitectura, inclinándome bajo el fardo de mi propia suerte no supe, en los primeros tiempos, conceder la menor ojeada a las diferentes capas que forman la población de esa enorme ciudad. Aunque Viena contaba entonces cerca de doscientos mil judíos sobre dos millones de almas, yo no los notaba. Durante las primeras semanas, mis ojos y mi espíritu no pudieron soportar el asalto de tantos nuevos valores y nuevas concepciones. Cuando, poco a poco, hízose en mí la calma, cuando esas febriles imágenes comenzaron a esclarecerse, entonces pude pensar en observar con mayor atención el mundo nuevo que me rodeaba y, entre otras cosas, tropecé con la cuestión judía. No la conocí de una manera que me haya parecido particularmente agradable. El judío todavía era para mí solamente un hombre de una confesión diferente, y yo continuaba reprobando, en nombre de la tolerancia y de la humanidad, toda hostilidad de origen religioso. El tono de la prensa antisemita de Viena, en particular, me parecía indigno de las tradiciones de un gran pueblo civilizado. El recuerdo de ciertos hechos que se remontaban a la edad media me obsesionaba, y no hubiera querido verlos repetirse. Los diarios de que acabo de hablar no eran considerados como órganos de primer orden. ¿Por qué? Lo ignoraba todavía. Me parecieron ser frutos de la cólera y de la envidia antes que órganos de una posición de principios bien decidida, aun cuando fuese falsa. Esta idea se acreditó en mí cuando consideré la forma -infinitamente más conveniente, a mi entender- que la verdadera gran prensa había adoptado para responder a esos ataques, a menos que -lo que me parecía aún más meritorio- se contentase con destruirlos por el silencio, no haciendo la menor alusión a ellos. Leí regularmente lo que se llamaba la prensa mundial (la Neue Freie Presse, el Wiener Tageblatt, etc.). Me quedé estupefacto de ver la abundancia con que informaba a sus lectores, y la imparcialidad que la guiaba para tratar todas las cuestiones. Su tono distinguido me agradaba; sólo su estilo redundante no siempre era de mi gusto y hasta algunas veces me impresionaba desagradablemente. Pero en fin, ese defecto podía ser causado por la vida trepidante que animaba a esa gran ciudad cosmopolita. Pero lo que a menudo me chocaba era la corte indecente que esa prensa hacía al gobierno. El menor acontecimiento que pasaba en la Hofburg era referido a los lectores con un entusiasmo delirante o una consternada aflicción. Afectación evidente que, sobre todo si se trataba del más sabio monarca de todos los tiempos, casi hacía pensar en la danza del urogallo delante de su hembra en la época del celo. Todo esto me pareció no ser más que una farsa. Esta comprobación arrojó cierta sombra sobre la idea que yo me formaba de la democracia liberal. Un gran movimiento que se perfiló entre los judíos, y que tomó en Viena cierta amplitud, puso en relieve de una manera particularmente notoria el carácter étnico de los judíos: quiero nombrar el sionismo. En realidad, parecía que sólo una minoría aprobaba la posición así tomada, en tanto que la mayoría de los judíos la condenaba y rechazaba su principio. Pero, si se miraba más de cerca, se veía desvanecerse esa apariencia; no era más que una neblina de malas razones inventadas para las necesidades de la causa, por no decir mentiras. Aquéllos a quienes se llamaba judíos liberales no desaprobaban, en efecto, a los judíos sionistas porque no eran sus hermanos de raza sino solamente porque, confesando públicamente su judaísmo, daban pruebas de una falta de sentido práctico que podía ser peligrosa. Esto no disminuía en nada la solidaridad que los unía a todos. Esta lucha ficticia entre los judíos sionistas y los judíos liberales me asqueó pronto; no correspondía a ninguna realidad, no era más que una mentira indigna de la nobleza y de la pulcritud moral de que este pueblo no cesaba de gloriarse.
El judío corruptor del gusto y de las costumbres
La limpieza, moral o física, de este pueblo era, por lo demás, algo bien especial. A los judíos les agradaba muy poco el agua. Uno podía convencerse de esto mirándolos y aun, ¡ay!, cerrando los ojos. En ocasiones sentí náuseas al percibir el olor de esos portadores de caftán. Además, su vestuario era sucio y su exterior muy poco agradable. Todos estos detalles eran ya poco atrayentes; pero se experimentaba una verdadera repugnancia cuando se descubría bruscamente la suciedad moral del pueblo elegido. Pero lo que mas me hizo reflexionar fue la naturaleza de la actividad de los judíos en ciertos dominios, misterio que poco a poco llegué a penetrar. ¿Había una acción vil cualquiera, una infamia cualquiera, particularmente en la vida social, en la que no hubiese tomado parte al menos un judío? En cuanto se aplicaba el escalpelo a un abceso de este género, se descubría, como un gusano en un cuerpo en putrefacción un pequeño judío cegado por esa brasca luz. Las quejas contra la judería se acumularon en mis ojos en cuanto observé su actividad en la prensa, en el arte, la literatura y el teatro. Bastaba dirigir los ojos a una columna de espectáculos; leer los nombres de los autores de esas innobles fabricaciones para el cinema o el teatro, cuyo elogio se leía en los carteles, y uno se sentía convertirse por largo tiempo en el enemigo implacable de los judíos. Era una peste, peor que la peste negra de los tiempos pasados, que, en esos sitios, envenenaba al pueblo. Es cierto que las nueve décimas partes de todas las basuras literarias, del artificio en las artes, de las simplezas teatrales, deben ser anotadas en la cuenta de un pueblo que representa apenas la centésima parte de la población del país. No hay lugar a protestar, es así…
El judío, bacilo disolvente de la humanidad
Comencé a examinar desde este punto de vista la “prensa mundial”. Mientras más profundizaba mi examen, más disminuía mi antigua admiración. El estilo me era siempre insoportable y no podía retener sus ideas, tan superficiales como vulgarmente expresadas. La aparente imparcialidad de las exposiciones me parecía ahora una mentira: los colaboradores eran judíos… Veía ahora bajo otra luz las opiniones liberales de esa prensa; la civilidad de su tono cuando respondía a las polémicas de sus adversarios o su silencio completo me parecían procedimientos tan hábiles como despreciables. Sus críticas dramáticas eran siempre favorables solamente a los judíos, y nunca condenaban más que a alemanes. Los ataques solapados que lanzaban a Guillermo II eran tan frecuentes que revelaban un sistema, así como los elogios prodigados a la cultura y a la civilización francesa. La estupidez de los folletines llegaba a ser pornografía, y el lenguaje de esos diarios tenía a mis oídos un acento extranjero. La inspiración general de los artículos era tan evidentemente antialemana que era preciso que ello fuese intencional. Cuando descubrí que un judío era el jefe de la Social-Democracia, la venda se me cayó de los ojos… …Cuando mis camaradas no estaban satisfechos de su suerte, cuando maldecían del destino que los agobiaba a menudo tan cruelmente, cuando detestaban a los patrones en quienes veían a los brutales ejecutores de su penoso destino, cuando insultaban a las autoridades que, según ellos, no sentían la menor compasión por su situación, o también cuando hacían manifestaciones contra el precio de los víveres y desfilaban en las calles por defender sus reivindicaciones, todo esto podía yo admitirlo sin dudar de su razón. Pero lo que no podía comprender era el odio desmesurado que manifestaban para con su propio pueblo, con el cual denigraban todo lo que constituía su grandeza, despreciaban su historia y arrastraban por el lodo a sus grandes hombres. Este odio contra su propia especie, su propio hogar, contra su país natal, era tan absurdo como incomprensible. Era contra natura. Reuní entonces todos los folletos social-demócratas que pude procurarme y busqué las firmas: ¡judíos! Anoté el nombre de casi todos los jefes: casi todos eran igualmente miembros del “pueblo elegido”, ya se tratase de diputados al Reichstag, de secretarios de sindicatos, de presidentes de las organizaciones del partido o de agitadores callejeros. Era siempre el mismo cuadro inquietante. Nunca olvidaré los apellidos de Austerlitz, David, Adler, Ellenbogen, etcétera. Llegó a serme entonces evidente que el partido cuyos miembros más modestos eran desde hacía meses mis adversarios, se encontraba casi totalmente, por sus jefes, en manos de un pueblo extranjero; pues un judío no es un alemán, lo había aprendido definitivamente para tranquilidad de mi espíritu.
El marxismo judío, destructor de la civilización
Mientras estudiaba la influencia ejercida por el pueblo judío a través de largos períodos de la historia, me pregunté súbitamente, con angustia, si el destino, cuyos fines son inexplicables, no quería, por razones que nosotros, pobres hombres, ignoramos, y en virtud de una decisión inmutable, la victoria de este pequeño pueblo. ¿Acaso esta tierra habría sido prometida como recompensa a este pueblo que no ha vivido sino para la tierra? El destino mismo me dio la respuesta mientras estaba sumido en el estudio de la doctrina marxista y observaba, sin parcialidad ni precipitación, la acción del pueblo judío. La doctrina judía del marxismo rechaza el principio aristocrático observado por la naturaleza, y reemplaza el privilegio eterno de la fuerza y de la energía por la dominación del número. Niega el valor personal del hombre, discute la importancia de la entidad étnica, de la raza, priva así a la humanidad de la condición indispensable de su existencia y de su civilización. Acarrearía el fin de todo orden humano si se la aceptase como base de la vida universal. Semejante ley conduciría al caos el mundo que la inteligencia puede concebir. Y su triunfo significaría la desaparición de la población terrestre. Si el judío, apóstol del marxismo, llega a ser el vencedor de los pueblos de este mundo, su corona será la corona mortuoria de la humanidad. Entonces nuestro planeta recorrerá su ruta en el éter en el mismo estado en que se encontraba hace millares de años; los hombres habrán desaparecido de su superficie. La Naturaleza eterna se venga sin piedad cuando se infringen sus mandamientos. Por eso creo obrar según el espíritu del Todopoderoso, nuestro creador, pues: Defendiéndome contra el judío, lucho por defender la obra del Señor.
– Es así como Mi Lucha, de Adolf Hitler, expresa sus pensamientos del momento que tan populares fueron para la época y convirtieron a Europa en una calamidad de proporciones bíblicas.