Un experimento bien conocido es el juego del ultimátum donde se entrega a dos jugadores una determinada cantidad de dinero (x ej, 20 dólares) y se pide a uno de ellos que proponga al otro cómo repartirlo. El segundo jugador puede aceptar la oferta o no, pero, si la rechaza, ambos se quedarán sin nada. Lo curioso del experimento reside en que, ante propuestas poco equitativas («15 dólares para mí y 5 para ti»), la mayoría de la gente tiende a declinarlas. ¿Qué hace que un individuo prefiera quedarse sin nada antes que con un dinero —mucho o poco— que, de otro modo, habría ganado?
En un artículo de revisión publicado la semana pasada en Science, Sarah Brosnan, de la Universidad de Georgia, y Frans de Waal, del Centro de Primatología Yerkes de la Universidad Emory, proponen que este tipo de comportamientos tendría un origen evolutivo y que, en concreto, su emergencia habría servido para afianzar la cooperación entre los miembros de una especie. En el caso de los humanos, nuestras mayores facultades cognitivas habrían moldeado ese instinto primitivo hasta transformarlo un sentido de justicia abstracto y con valor moral.
En 2003, los mismos investigadores demostraron que algunos monos rechazan llevar a cabo una tarea si observan que a un compañero se le ofrece una recompensa mayor por el mismo trabajo. En un experimento hoy famoso, Brosnan y De Waal observaron que, si a dos monos capuchinos se les premiaba con pepino, ambos aceptaban de buen grado llevar a cabo una tarea sencilla, como entregar una piedra al investigador. Sin embargo, si a uno de ellos se le obsequiaba con pepino y al otro con uvas (un alimento preferido por estos simios), el primero rechazaba el pepino o se negaba a seguir participando. Este vídeo de 2 minutos, extraído de una charla TED de De Waal, muestra la espectacular reacción del mono ultrajado:
Durante los últimos años, ese rechazo a salir perjudicado en un reparto de bienes se ha observado en varias especies, desde pájaros y perros hasta primates. Los humanos, sin embargo, mostramos una conducta aún más refinada. No solo nos oponemos a recibir tratos desventajosos, sino que podemos llegar a declinar una oferta que nos beneficia por llegar a considerarla injusta para otra persona. Según los autores, ese comportamiento, al que denominan «aversión a la inequidad de segundo grado», requiere varias facultades cognitivas complejas, como capacidad de anticipación (para prever la decepción del compañero) y de autocontrol (para rechazar una oferta que, a corto plazo, nos beneficiaría).
El año pasado, esa clase de reacción fue observada por primera vez en chimpancés, nuestros parientes evolutivos vivos más cercanos. En un experimento en el que se hizo participar a estos simios en una versión del juego del ultimátum, se observó que —al igual que ocurre con las personas— el sujeto encargado de hacer la propuesta ofrecía la mayoría de las veces un reparto equitativo, no uno egoísta.
En su artículo en Science, Brosnan y De Waal analizan las pruebas experimentales obtenidas durante los últimos años y observan que tales conductas parecen correlacionadas con el grado de cooperación y con las facultades cognitivas de una especie. Si bien reconocen que la relación entre cómo reacciona un individuo ante un reparto desigual (medible en el laboratorio) y el sentido abstracto de justicia no es inmediata, postulan que la noción de justicia habría evolucionado a partir de esa aversión instintiva a la inequidad para fomentar la cooperación a largo plazo. «Nuestra principal conclusión es que el sentido de justicia no evolucionó por la noción de justicia en sí, sino para cosechar los beneficios de una cooperación continuada», saldan los investigadores.
Aparentemente no es algo moral que adquirimos sino propio del proceso evolutivo. El comportamiento humano no es solo adquirido del entorno sino que existe, de hecho, algo tal como una moral natural.